Por: Fernando Cuadros.
La conocí de
casualidad. Me dirigía en la 70 hacia Polvos Azules. Necesitaba arreglar mi Play Station
1. El bus atravesaba el zanjón de la avenida Grau, y en uno de los tantos
paraderos de la vía rápida, subió un grupo de chicas, de seguro estudiantes de medicina de San Fernando. De ese grupo de damas que logré apreciar, una me llamo la atención. La más finita, de tez blanca como la nieve, alta, risueña, de perfil griego y con los cabellos largos sueltos al aire. Subió con el puñado de muchachas, pero no se veía como ellas. Llevaba unos libros en la mano y las amigas no. Puse pause al reproductor para tratar de escuchar lo que platicaban y lo único que captaron mis orejas de duende, fue que la chica que me impresionó bajaría en Paseo Colón. Seguí observándola con cautela desde mi lugar, contemplé sus gestos a la hora de expresarse, la delicadeza con que movía las manos para dramatizar algún acontecimiento que sus amigas no vieron, y el meneo de su cabellera al compás de sus ademanes, a ella en general.
Ambos bajamos en Paseo Colón, no se fijó en mi. Coincidimos en el estribo del bus pero ni me dirigió la mirada. Sin pena ni gloria, empece a caminar por la transitada vereda de la avenida. La muchacha me sacó ventaja de varios metros, cruzó la pista y empezó a dirigirse al MALI. Cuando pensaba que era la ultima vez que lograba apreciar su silueta, a lo lejos diviso a un joven delgado, de ropas gastadas y con las manos en los bolsillos acechándola. Cada vez se le acercaba más, y más. Me detuve hasta asegurarme que la susodicha ingrese museo sin embargo en un abrir y cerrar de ojos, fui testigo de cómo el amigo de lo ajeno en un santiamén arranchó la morralina que llevaba la chica. Sin pensarlo, eché a correr. El ladrón dobló la esquina del museo y quiso perderse por entre la gente, no perdí su rastro, corrí y corrí tras el muchacho hasta que logre ver a un policía motorizado, le pedí ayuda y fue tras el ratero. Logró cerrarlo, gracias a un descuido del cleptómano, quien resbaló en su intento de huir.
Recuperé las cosas y me dirigí de nuevo hacia donde estaba la muchacha. Estaba sentada en una banca del museo. Me puse frente a ella, sin decir nada le entregué en sus manos la morralina. La felicidad le devolvió el alma al cuerpo. Me dio un abrazo efusivo, ese momento fue infinito. Olía a jazmines frescos, sin caer en cursilerías, amé ese abrazo. Agradeció mi acto de valentía, le dije que no era nada. Refutó mi respuesta. Me ofreció algo de tomar, algún frugos o té. Le dije que con mucho gusto aceptaría su propuesta de no ser por mi play station (me pasé de estúpido al decírselo, pensé). Tomó la noticia con gracia, se ofreció acompañarme a Polvos Azules, en acto de agradecimiento y así sucedió.
En el camino fuimos charlando. Se llamaba Claudia, estudiaba Psicología en San Marcos y fue a visitar a sus amigas a la facultad de medicina. Uno de los tantos libros que portaba era de Descartes, muy amena y sencilla, pese a vivir en el distrito donde miran flores, molesta ella por los prejuicios y porque sus papás se enojaban al ver que ella llevaba a sus amigas sannarquinas a la casa en vez de salir con las chicas del club.
Me preguntó si suelo jugar play y le dije sin vergüenza alguna que sí, que en los ratos libres jugaba Crash Car. Quizá en otra muchacha no funcionaría el hablar de juegos o ir a arreglar la consola o hablar de Descartes o de la sociedad o sobre que periodista es mi ejemplo a seguir o si ser y estar es lo mismo que estar y ser; con Claudia todo fue único desde el principio. Con ella las cosas fluían con normalidad, sin caer en ridiculeces ni boberías.
Siempre había algo de que hablar, y si llegaba el momento del silencio, alguna sonrisa se soltaba por ahí y empezábamos a reír juntos como si fuésemos amigos de antaño. Después de dejar el play donde el técnico, nos dimos una vuelta por el centro comercial, llegamos a parar en un stand donde se vendían polos con frases capicúas. Alucinados por la creativa idea, ella quiso comprarse uno rosa que decía: Anula la luna. De su bolso sacó un billete de Basadre, me pidió que dijese un color y la talla de polo que usaba. Azul y M. Me advirtió con amabilidad, que de rechazar el presente, me olvidase de ella (cómo he de hacerlo). Ahora yo di las gracias, respondió: «Estamos a mano».
Ya estaba a punto de anochecer, le sugerí tomar el trayecto de regreso por el Estadio Nacional, era menos peligroso. Cada segundo que pasaba, la imagen de Claudia se impregnaba más en mi mente. Los gestos que aprecié sin que ella se fijase de mi existencia, ahora me los hacía a mí. La manera en que hacía la boca antes de hablar, sus hoyitos a la hora de sonreír, su cabello perfectamente desordenado por el viento, su blanca sonrisa, sus ojos y la manera en la que fruncía el ceño a la hora de opinar sobre algo que no le parecía correcto. Toda ella un sinfín de cosas agradables.
Entre palabra y palabra llegamos a Petit Thouars, La hora de despedirnos se acercaba, volvió a agradecerme por lo sucedido horas antes, yo agradecí por el presente. Era obvio que no iba a ser la última vez que nos veríamos, cada uno dio su número de celular. El bus que la llevaba estaba cerca, la miré directamente a los ojos y le dije que no la pasaba bien desde hacía mucho tiempo, esta vez no refutó nada, coincidió conmigo. Nos abrazamos, su modesto pecho latió por unos instantes junto al mío. Y le dije hasta luego, mientras el aroma a jazmines empezó a desvanecerse conforme Claudia se alejaba. Subió al bus y lo único que pedí fue que ningún otro jugador de Crash Car la volviese a mirar como yo.
Ambos bajamos en Paseo Colón, no se fijó en mi. Coincidimos en el estribo del bus pero ni me dirigió la mirada. Sin pena ni gloria, empece a caminar por la transitada vereda de la avenida. La muchacha me sacó ventaja de varios metros, cruzó la pista y empezó a dirigirse al MALI. Cuando pensaba que era la ultima vez que lograba apreciar su silueta, a lo lejos diviso a un joven delgado, de ropas gastadas y con las manos en los bolsillos acechándola. Cada vez se le acercaba más, y más. Me detuve hasta asegurarme que la susodicha ingrese museo sin embargo en un abrir y cerrar de ojos, fui testigo de cómo el amigo de lo ajeno en un santiamén arranchó la morralina que llevaba la chica. Sin pensarlo, eché a correr. El ladrón dobló la esquina del museo y quiso perderse por entre la gente, no perdí su rastro, corrí y corrí tras el muchacho hasta que logre ver a un policía motorizado, le pedí ayuda y fue tras el ratero. Logró cerrarlo, gracias a un descuido del cleptómano, quien resbaló en su intento de huir.
Recuperé las cosas y me dirigí de nuevo hacia donde estaba la muchacha. Estaba sentada en una banca del museo. Me puse frente a ella, sin decir nada le entregué en sus manos la morralina. La felicidad le devolvió el alma al cuerpo. Me dio un abrazo efusivo, ese momento fue infinito. Olía a jazmines frescos, sin caer en cursilerías, amé ese abrazo. Agradeció mi acto de valentía, le dije que no era nada. Refutó mi respuesta. Me ofreció algo de tomar, algún frugos o té. Le dije que con mucho gusto aceptaría su propuesta de no ser por mi play station (me pasé de estúpido al decírselo, pensé). Tomó la noticia con gracia, se ofreció acompañarme a Polvos Azules, en acto de agradecimiento y así sucedió.
En el camino fuimos charlando. Se llamaba Claudia, estudiaba Psicología en San Marcos y fue a visitar a sus amigas a la facultad de medicina. Uno de los tantos libros que portaba era de Descartes, muy amena y sencilla, pese a vivir en el distrito donde miran flores, molesta ella por los prejuicios y porque sus papás se enojaban al ver que ella llevaba a sus amigas sannarquinas a la casa en vez de salir con las chicas del club.
Me preguntó si suelo jugar play y le dije sin vergüenza alguna que sí, que en los ratos libres jugaba Crash Car. Quizá en otra muchacha no funcionaría el hablar de juegos o ir a arreglar la consola o hablar de Descartes o de la sociedad o sobre que periodista es mi ejemplo a seguir o si ser y estar es lo mismo que estar y ser; con Claudia todo fue único desde el principio. Con ella las cosas fluían con normalidad, sin caer en ridiculeces ni boberías.
Siempre había algo de que hablar, y si llegaba el momento del silencio, alguna sonrisa se soltaba por ahí y empezábamos a reír juntos como si fuésemos amigos de antaño. Después de dejar el play donde el técnico, nos dimos una vuelta por el centro comercial, llegamos a parar en un stand donde se vendían polos con frases capicúas. Alucinados por la creativa idea, ella quiso comprarse uno rosa que decía: Anula la luna. De su bolso sacó un billete de Basadre, me pidió que dijese un color y la talla de polo que usaba. Azul y M. Me advirtió con amabilidad, que de rechazar el presente, me olvidase de ella (cómo he de hacerlo). Ahora yo di las gracias, respondió: «Estamos a mano».
Ya estaba a punto de anochecer, le sugerí tomar el trayecto de regreso por el Estadio Nacional, era menos peligroso. Cada segundo que pasaba, la imagen de Claudia se impregnaba más en mi mente. Los gestos que aprecié sin que ella se fijase de mi existencia, ahora me los hacía a mí. La manera en que hacía la boca antes de hablar, sus hoyitos a la hora de sonreír, su cabello perfectamente desordenado por el viento, su blanca sonrisa, sus ojos y la manera en la que fruncía el ceño a la hora de opinar sobre algo que no le parecía correcto. Toda ella un sinfín de cosas agradables.
Entre palabra y palabra llegamos a Petit Thouars, La hora de despedirnos se acercaba, volvió a agradecerme por lo sucedido horas antes, yo agradecí por el presente. Era obvio que no iba a ser la última vez que nos veríamos, cada uno dio su número de celular. El bus que la llevaba estaba cerca, la miré directamente a los ojos y le dije que no la pasaba bien desde hacía mucho tiempo, esta vez no refutó nada, coincidió conmigo. Nos abrazamos, su modesto pecho latió por unos instantes junto al mío. Y le dije hasta luego, mientras el aroma a jazmines empezó a desvanecerse conforme Claudia se alejaba. Subió al bus y lo único que pedí fue que ningún otro jugador de Crash Car la volviese a mirar como yo.
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