Por: Jazmin Marcos
Han pasado casi ya 10 meses desde aquel enero, el más frio.
Recuerdo muy bien ese día, mientras me despertaba para ir a
estudiar y salía de mi habitación, encontré a mi madre en el pasillo con su
rostro desencajado, yo no sabía por qué, le pregunté qué ocurría, ella, con
lágrimas en los ojos, solo atinó a decirme: él se fue. Ambas rompimos en llanto
y solo le dije, nos vamos juntas.
Aquel 16 de enero fue el día más largo de mi vida correr de
un lado a otro, pasajes, maletas y las horas que yo sentía que eran eternas,
esperar y esperar para al fin llegar. El viaje más largo y agotador lo viví ese
día, no dejaba de contar los minutos que faltaban para verlo.
Al fin llegamos, después de mucho aquella familia que no se
veía, se reencontró pero ya no como antes, esta vez todo era frío, triste, nos
uníamos para decirle adiós.
Abrazos interminables pasaban delante de mí, tanta gente que
yo no conocía, pero que si lo habían conocido a él se unían a nosotros, a
nuestro dolor, venían a despedirlo.
Era ya el momento, mamá y yo debíamos verlo, caminamos hacia
donde él estaba, aquel ataúd grande color caramelo, aquellos rostros de mucha
más gente que no conocía, aquel momento cuando mamá se acercó y no hizo más que
romper en llanto, aquel momento me partió el corazón.
Mamá volvió y se sentó al lado mío, con sus gestos me decía
que fuera, que era mi momento, no me atreví. Aún no sé si aquella decisión fue
valiente o fue cobarde, pero lo único que sé es que prefería quedarme con aquel rostro alegre que
vi cuando lo conocí, sus risas, sus bromas, su cariño y la satisfacción de ver
a toda la familia unida disfrutando aquellos momentos en los días de su
cumpleaños.
El tiempo corría y la gente entraba y salía, hasta que la
noche llegó.
Fue una larga, agotadora y fría noche, la luna nos iluminaba
pero la lluvia nos vencía. Estábamos como en los viejos tiempos, juntos, pero
ahora en el dolor y la resignación.
El tiempo pasó, hasta que al fin amaneció, era el momento
que muy pocos queríamos, pero que sabíamos que tenía que llegar y era ahora.
Tristeza, resignación, pena, eso era lo que se sentía, lo que yo sentía, lo que
todos sentíamos.
La caminata fue muy larga, pero nadie quería llegar a la
meta. Llegamos, entramos y el ambiente se tornó aún más frio, más triste.
Escuché aquella semblanza que me rompía el corazón, aunque lo conocía poco
bastó para quererlo mucho.
Le dedicaron aquella canción que él más le gustaba, fue el
momento que hizo que todos nos desgarramos de dolor y nos resignáramos a no
verlo más.
Vi como aquel ataúd color caramelo iba apartándose poco a
poco, hasta que ya no lo vi más.
Todo se acabó, ya no lo vi, ya no volveré a ver, sólo sé que
su momento ya le había llegado, que aquella enfermedad lo había hecho sufrir
mucho, que las esperanzas ya se habían agotado, que la luz ya se había apagado
y que el último adiós había llegado.
Adiós y hasta siempre Papá Roberto.
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